El saludo soñado de Robert Smith

Smith en un concierto en Singapur en el 2007 (CC: Jeff Campion)

“The Cure” es una de las bandas que me han acompañado en gran parte de mi vida. El primer CD que me compré -incluso antes de tener el reproductor de CD- fue el “Wish” en el verano del 93. Como un juguete nuevo lo sacaba de la caja para mirar con asombro la parte trasera del disco que como un espejo mágico reflejaba líneas rojas, anaranjadas, amarillas, verdes y moradas. Recuerdo especialmente a mi amigo Pompi que intentaba disfrazarse de Robert Smith mientras pasábamos largas tardes en su casa sentados en el piso tomando cerveza y escuchando esos sonidos diferentes, góticos, siniestros, nostálgicos, psicodélicos, a veces depresivos, otras veces alegres. Sin desconocer los méritos de todos los integrantes de la banda -especialmente de Simon Gallup- Robert Smith era quien le daba un sello particular. Con una cara que podía ser de payaso pobre o de vagabundo angustiado y chiflado, su música se mimetizaba con esa expresión oscura que nos arrastraba y envolvía haciéndonos perder la sensación del tiempo.


Ayer por segunda vez pude ver a “The Cure”. Esta vez en Santiago de Chile en un concierto magnífico que duró más de dos horas y media. Smith con la voz intacta, nos llenó de recuerdos de distintas épocas vividas. Como en un estado hipnótico, quienes repletamos el estadio evocamos múltiples momentos tristes y alegres, recuerdos de amores y desamores.


Una vez terminado el show, salí en busca de Avenida Departamental para tomar una micro, un taxi o lo que encontrara para venirme a La Cisterna. Fue entonces cuando vi una enorme camioneta negra con vidrios apenas polarizados a los que un pequeño grupo de personas tomaban fotos de cerca. Como siempre he sido curioso y ya que estaba a no más de dos metros, me acerqué a la camioneta y lo primero que vi fue la enorme cabeza de Robert aún maquillado. Las personas sin disimular la emoción, pero respetuosamente, apoyaron las manos en el vidrio y tomaban selfies en las que seguramente no se podría identificar a Smith tras el cristal. Entonces Smith bajó apenas la ventana asomando una mano pálida. Estiré mi mano a pocos centímetros de Smith y este me dio un apretón que no debe haber durado más de dos segundos. Retrocedí y Robert repitió el gesto con una decena de personas que pasaban por ahí. Esto duró pocos segundos porque luego se abrió el camino y la camioneta siguió avanzando de manera más expedita.


Sé que la anécdota puede sonar un poco infantil. Pero, tocar la mano, la misma mano con la que Smith toca y compone temas que son parte de la banda sonora de mi vida, me llenó de una alegría muy especial que espero me siga acompañando. Quizá este recuerdo sea de aquellos que perdurarán en mi vida hasta que ya no me acuerde de nada.

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