«Hablar de sueños es como hablar de películas, ya que el cine utiliza el lenguaje de los sueños: años pueden pasar en segundos y se puede saltar de un lugar a otro«
Federico Fellini
FELLINI Y EL NEORREALISMO
El 1920, esto es, dos años antes de la llegada al poder de Benito Mussolini en Italia, en la localidad costera de Rimini, nació Federico Fellini. El provincialismo, el fascismo y la presencia del mar determinaron lo que sería una vida marcada por la observación y la fantasía.
Su infancia se la pasó dibujando y caminando tardes enteras por la costa adriática, mientras imaginaba figuras femeninas que luego inmortalizaría en la pantalla grande con formas tan variadas como la cándida Gelsomina de La Strada, la exuberante vendedora de cigarrillos de Amarcord, la angelical Claudia Cardinale de 8 e ½, o la divina Anita Ekberg de La Dolce Vita.
Fantasioso e imaginativo, coqueteando con la mentira, cuenta que a los 8 años se escapó con una compañía circense. Si bien nadie la corroboró, esa historia ilustra su amor por el mundo del circo, muy presente en su obra. En 1939, con la excusa de comenzar a estudiar derecho, se trasladó a Roma donde consiguió trabajos esporádicos de reportero y dibujante.
En 1945 conoció al que sería su maestro del cine, Roberto Rossellini, con quien inició una estrecha colaboración en films tan relevantes como Roma, cittá aperta (1945) y L’amore (1948). En la primera de estas películas, Fellini incluso llegó a dirigir una breve escena donde ya muestra una estética sarcástica de la vida que sería característica de lo que vino luego. En concreto, mientras el padre Morosini -protagonista del film y mártir de la resistencia antifascista- espera en una tienda, ve una pequeña figura de un santo que parece mirarse de frente con otra figura de una mujer desnuda. La situación resulta incómoda para el cura quien gira la estatua femenina para quitarla de la vista del santo. Sin embargo, las nuevas posiciones muestran a un santo que mira directamente el culo de la mujer desnuda. Por lo mismo, decide girar al santo dejando a ambas estatuas dándose las espaldas.
La breve escena, aunque en sintonía con el resto del film, puede parecer un injerto extraño y cómico en una obra esencialmente dramática. Cargada de una sugerente ambigüedad, las efigies representativas de la santidad y de la belleza terrenal quedan mirando en direcciones opuestas. Esta contradicción entre amor santo y amor profano se vincula con la escena que abre La Dolce Vita en la que una enorme estatua de Cristo sobrevuela en helicóptero la Roma de inicios de los sesenta. Se trata de la misma Roma que luego será mostrada y denunciada como una ciudad llena de orgías en
la que participan los miembros de una decadente aristocracia.
Más intuitivo y místico que intelectual, Fellini confiesa haberse sentido incómodo e ignorante al lado de Rossellini, quien destacaba por su vasta cultura: reconoce la enorme influencia que Rossellini, a quien llamaba ‘el tronco del que todos descendemos’, tuvo en él. Asimismo, siempre se sintió como un engranaje del neorrealismo italiano, pese a varias diferencias que existen entre la obra de Fellini y la de los pioneros del Neorrealismo.
La primera parte de su obra es estéticamente muy similar al neorrealismo ortodoxo. Sin embargo, el aparente distanciamiento de lo que vino más adelante puede responder a un nuevo peldaño de un cine que, al igual que Italia, debía evolucionar y mostrar -acaso denunciar- situaciones nuevas. Si bien Fellini sigue una tradición antifascista esencial al neorrealismo (que resulta evidente en Amarcord), su militancia política no es tan clara y evidente como en los primeros neorrealistas Luchino Visconti, Vittorio de Sica y Cesare Zavattini, quienes comparten una clara mirada marxista y gramsciana y, en el caso de Rossellini, con una visión sui generis marxista-cristiana.
En varios aspectos, el principal aporte de este primer neorrealismo fue mostrarnos el mundo tal cual era; y entonces el mundo no podía ser peor. Hambre, explotación, pobreza, delincuencia como fruto de la marginalidad, niños y niñas huérfanos, mujeres abandonadas y el fantasma de la guerra que se respiraba en una Italia que aún no se recuperaba de las nefastas consecuencias del fascismo. Pasada la inmediata posguerra, la situación italiana cambió drásticamente. Con la llegada del llamado boom económico las problemáticas cambiaron y la denuncia del primer neorrealismo no es suficiente para retratar esta nueva situación. Por lo mismo, siguiendo la senda trazada por los pilares del Neorrealismo, nuevos films fueron abordando otras temáticas y Fellini fue quizá quien llegó más lejos. Fundamentales resultaron también las bandas sonoras, generalmente escritas por Nino Rota, que dieron el tono burlesco y dramático que tanto parecía gustar al director.
A un siglo de su nacimiento y a casi 27 de su muerte, la obra de Fellini sigue muy presente en nuestros días. La influencia de Fellini es evidente en el cine, especialmente en autores como Pier Paolo Pasolini, François Truffaut, Martin Scorsese, Woody Allen, Emir Kusturica, Stanley Kubrick, David Lynch y Tim Burton, entre muchos más.
FELLINI Y EL FEMINISMO
Fellini, sin romper sus vínculos con el neorrealismo italiano, despegó para centrarse en otras tragedias, quizá opacadas por el dolor general que supuso el fascismo y la Segunda Guerra Mundial. Comprendió, no tanto por haberlo estudiado como por haberlo visto, que si la pobreza de la posguerra era terrible para todos, lo era mucho más para la mujer pobre y campesina que, para no morir de hambre, debió emigrar a la ciudad y quedar sometida a las peores vulneraciones de un mundo que chorrea machismo, clasismo y aporofobia.
Su primera película de fama internacional, La Strada (1954), que le significó ganar un Oscar, cuenta la historia de Gelsomina (interpretada por Giulieta Masina), una campesina vendida por su familia a un hombre que la viola, la golpea y abandona una vez que deja de serle ‘útil’. Luego, con Le Notti di Cabiria (1957), también galardonada con el Oscar, Fellini narra la vida de Cabiria (nuevamente Masina), una prostituta pobre y bondadosa, víctima de hombres que se aprovechan de su ingenuidad, que la golpean y le roban. Ya antes, en 1953, y con menos éxito que los filmes ya citados, realizó Agenzia Matrimoniale, un episodio de un film colectivo en el que un periodista finge buscar una mujer para un licántropo (hombre lobo) seguro de que la agencia no podrá encontrar a nadie disponible. Sin embargo, la agencia encuentra a una mujer joven, pobre y noble dispuesta al matrimonio, confiando incluso poder llegar a querer a su futuro marido. La ternura de las 3 mujeres protagonistas de los citados films conmueven, y la denuncia resulta tan real que exhortan al espectador a buscar formas para construir una sociedad menos injusta con las mujeres.
Más adelante, si bien la trama de sus películas no se centrará en el sufrimiento femenino en un mundo patriarcal y machista, éste sigue muy presente. Ejemplar es la escena del monstruo marino que aparece en una de las escenas finales de La Dolce Vita. Dicho monstruo marino hace alusión a Wilma Montesi, una modesta joven hija de un carpintero que había aparecido muerta en una playa cerca de Roma tras acudir a una fiesta orgiástica de jóvenes poderosos.
La profunda admiración de las feministas hacia el cineasta tuvo un quiebre definitivo, y aparentemente sin retorno, con La cittá delle donne (1980). En un tono de comedia, y cargada de símbolos que coquetean con el surrealismo, Snaporaz (Marcello Mastroianni), impulsado por un deseo sexual hacia una atractiva mujer que lo besa en un tren en la oscuridad de un túnel, termina en un congreso feminista en el que resulta humillado por su condición de macho infiel y libidinoso. Este film, que es en gran parte una parodia a los movimientos feministas muy de moda en la Italia de los años 70s, indignó a muchas feministas que sintieron que Fellini se burlaba de algo muy serio.
Al menos resulta llamativo que el mismo movimiento que tanto lo alabó, principalmente por sus primeras películas, lo sintiera como un enemigo que se burlaba de la causa. Seguramente Fellini nunca dejó de ser un feminista y, adelantándose a su época, y con esa intuición que sólo él tenía, puso ante los ojos del mundo las paupérrimas vidas que protagonizaron mujeres pobres en sus primeros films. Fellini, consciente de que el mundo es injusto, supo también que son las mujeres pobres y campesinas las que sufren aun más dichas injusticias. Y films como La Strada o Le Notti di Cabiria, nos invitan a reaccionar, recordándonos que las injusticias sociales y el patriarcado no son una fatalidad natural y que podemos construir un mundo en la que mujeres modestas como Cabiria y Gelsomina no deban hacer de sus vidas puro dolor y sufrimiento.
Para Fellini, provinciano que siempre desconfió de burguesías y aristocracias, e incluso del intelectualismo academicista, algunos movimientos feministas podían, alejándose del real sufrimiento femenino, pecar de esnobistas y estar integrados por burguesas que, desconociendo el verdadero drama femenino, centraban la causa en la elaboración de discursos desinteresados en el cambio de la indigna realidad. Más que justicia, dichos movimientos buscaban la satisfacción de placeres centrados en la pura erudición, carentes de intenciones transformadoras. Con ironía y burla, inventa esta ciudad de mujeres habitada no precisamente por mujeres pobres o campesinas.
Este sarcasmo no es diferente, e incluso podría representar un continuum, a la reunión de intelectuales y artistas de La Dolce Vita que el realizador muestra con desprecio. Sin importar cuánta razón puedan tener las mujeres de aquel congreso, Fellini se ríe de su condición de burguesas y de su falta de calle (no es coincidencia que su primer film famoso se titule La Strada, es decir, ‘La Calle’). En el fondo, Fellini critica a un mundo pequeño burgués que, carente de calle, puede darse el lujo de dedicarse a los quehaceres intelectuales, lejos de la dura realidad de la clase trabajadora y de la mujer que sufre de verdad.
De la crítica de Fellini podríamos inferir, además, que -por estructuras mucho más complejas- las mismas feministas que participan de este tipo de congresos, fomentan y participan también, por su propio status, en un mundo desigual que genera enormes injusticias contra las mujeres más vulnerables. En cierta forma, la satírica diatriba de Fellini se emparenta con la crítica que hizo Pier Paolo Pasolini a los universitarios italianos que en 1968 sentían personalizar la lucha de clases sin darse cuenta que estaban en lo correcto, pero que, por su condición de estudiantes universitarios, pertenecían al bando de los explotadores, en contraposición a las fuerzas policiales que representaban a la clase explotada.
FELLINI Y SU CINE AUTOBIOGRÁFICO
Abundan en su cine los films autobiográficos. Amarcord (1973), que significa ‘yo me acuerdo’, narra su infancia en su natal Rimini. Como siempre, con más intuición que instrucción, el director retrata el fascismo antes de la guerra. Si bien se trata de un film antifascista, su visión, lejos de demonizar la dictadura de Mussolini, la muestra como un extraño experimento político italiano, con los defectos de la italianidad, que hicieron del fascismo algo menos cruel que el nazismo. El fascismo de Amarcord está tan bien logrado que incluso un prestigioso profesor de ciencias políticas de la Universidad de Génova sintió incluso un poco de rabia la primera vez que vio dicho film y dijo: «Uno como yo, pensé, que estudia por años, y no con los mejores resultados, qué es el fascismo, y llega este campesino romagnolo y en pocas escenas –la llegada del federal, la práctica en masa de gimnasia, el aceite de ricino propinado por el camisa negra toscano- te explica el alma más profunda del fascismo, reconstruyendo climas, personajes y gestos de manera magistral».
Quizá una de las mayores virtudes de este film es que, al igual que Una Giornata Particolare de Ettore Scola, suponen una brutal denuncia al fascismo sin caer en el panfleto y en la satanización de un fenómeno mucho más complicado. El film, que no duda en denunciar la crueldad del fascismo, especialmente en la escena en que le dan aceite de ricino al padre del protagonista, explica más de lo que juzga y por lo mismo entrega muchas más herramientas para comprender el fascismo.
I Vitelloni (1953), también ambientada en Rimini, cuenta la vida de un grupo de jóvenes “inútiles” que se niegan a crecer, a trabajar y a adquirir responsabilidades. Moraldo, el protagonista y en cierta medida una figura autobiográfica, se cansa de la vida del pueblo y en la escena final decide tomar el tren que lo llevará a Roma, tal como lo hiciera Fellini en 1939.
Roma (1972) empieza justo donde termina I Vitelloni, esto es, cuando el protagonista (al igual que Fellini) llega a Roma poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Este film, como ya antes lo había hecho Fellini, muestra Roma con los ojos de un provinciano que se deslumbra con la belleza de la ciudad eterna. Roma, rica en sus contradicciones, muestra situaciones tan absurdas como un desfile de moda eclesiástico hasta situaciones surrealistas como la desaparición de frescos subterráneos a propósito de la construcción de nuevas líneas del metro. El film, como una declaración de amor del autor a la ciudad, pasa de la sátira a una profunda nostalgia y admiración del autor por Roma.
La Dolce Vita (1960), quizá de manera menos evidente, tiene también un fuerte carácter autobiográfico y cuenta la historia de un periodista provinciano en Roma que, encantado con la belleza de la ciudad y su gente, sueña con ser escritor y ser aceptado por la sociedad culta romana. El protagonista busca una identidad y el film, aunque a veces parece sugerir lo contrario, es también un homenaje al hombre normal, un reconocimiento al heroísmo del antihéroe.
8 ½ (1963) quizá sea la más autobiográfica de todas donde Fellini deja ver sus miedos, recuerdos y deseos a propósito de una crisis creativa tras el éxito de La Dolce Vita.
FELLINI MÁS ALLÁ DEL NEORREALISMO
Fellini, como ninguno, despegando de ese primer neorrealismo de denuncia, supo siempre decir algo nuevo y cada película suya marcó un antes y un después en la historia del cine, un nuevo peldaño experimental hacia un cine diverso.
La Dolce Vita (1960) generó un escándalo sin precedentes. En su estreno en Milán hubo pifias e insultos tanto por parte de grupos reaccionarios como de los “protagonistas” del film: aristócratas decadentes que se sintieron retratados.
Pocos días tras su estreno, “L’osservatore Romano”, diario oficial del Vaticano, prohibió la película a los católicos y amenazó con excomulgar a quienes opinaran favorablemente de la misma. Como suele suceder, la censura y la polémica le dieron una enorme popularidad a Fellini y La Dolce Vita se transformó en la película que todos querían ver y Marcello Mastroinanni, protagonista de la misma, pasaría a ser considerado uno de los actores más famosos del mundo, y la escena de éste con Anita Ekberg en la Fontana de Trevi se transformó en un ícono del cine italiano.
Más allá de la reacción visceral del mundo católico, la película debe ser analizarla con detenimiento e incluso puede ser entendida como una obra moralista que clama por retorno por los valores tradicionales. El film, a primera vista, puede interpretarse como una crítica a la aristocracia romana hedonista, esnobista y decadente, seguida con cierta admiración patética por quienes no gozan de dicho status (identificada por su protagonista). Al mismo tiempo, la ridiculización de la intelectualidad burguesa puede hacernos pensar en la necesidad de volver a los valores de una vida sencilla, propia de las clases más bajas que creen –quizá porque no tienen otra alternativa- en el trabajo y en la familia tradicional.
Así, el film puede ser entendido como una súplica por recuperar los valores, una exaltación de la simpleza y de la pureza, que se personifica en Paola, una modesta joven provinciana de belleza angelical. Su vida, decente y tradicional, puede parecer una luz de esperanza frente a la decadencia aristócrata y burguesa romana amante del descontrol y las orgías. Sin embargo, el film es ambiguo y más enigmático aún es el final en el que Paola dice algo que no logramos entender. No sabemos, porque no está resuelto, si lo que quiere es volver a su pueblo natal y seguir una vida de valores tradicionales o si, por el contrario, manifiesta un fuerte deseo de pérdida de inocencia, de ganas de vivir la vida de excesos y entrar al mundo de desenfrenos de la aristocracia romana. Su sonrisa es la escena final de la película, pero es también una especie de loop. Un final abierto de una historia que no culmina. El propio Fellini, refiriéndose a dicha escena, dijo que su próximo film (refiriéndose a 8 e ½) sería la explicación de la sonrisa de Paola.
La reacción que generó La Dolce Vita fue también el motor de las dos películas que le siguieron. Le tentazioni del Dr. Antonio (1962) es un episodio de un film colectivo en el que Fellini se burla de los sectores más reaccionarios que buscaron censurarlo. Antonio Mazzuono (Peppino De Filippo) es un moralista católico obsesionado con censurar un cartel gigante en el que Anita Ekberg anuncia, de modo sexy e insinuante, la calidad nutritiva de la leche promocionada. Luego, cuando conocemos mejor al protagonista y entramos en el mundo de sus sueños, descubrimos que detrás de ese espíritu censurador hay obsesiones, deseos y fantasías sexuales por la musa de la leche.
Luego, 8 ½ (1963), cuenta la crisis creativa de Giulio –interpretado por Marcello Mastroianni-, un director de cine que acaba de estrenar una película exitosa. Las expectativas son muy altas y el director, que se siente atrapado, quiere estar solo y se refugia en el mundo de sus recuerdos y sueños donde aparece una inolvidable, y casi diabólica, Saraghina bailando la rumba. Desesperado, y obligado a socializar y hablar de su nueva película, como un niño que al esconder su cabeza siente que nadie lo ve, se esconde debajo de la mesa. Una novedosa estética onírica parece salvar a Giulio de su crisis creativa y, cuando menos se lo espera, una fuerza que no sabe de dónde viene, parece ordenar sus múltiples deseos, incluso el de poder compartir con todas las mujeres de su vida en paz y armonía. Volviendo a sus recuerdos de infancia, todo parece tener sentido y dicha armonía se manifiesta como una marcha circense que colma de sentido su existencia y la de todos los presentes y su nueva película parece funcionar.
Esta acentuación de elementos oníricos son el resultado de las lecturas de Carl Jung. Fellini incorporó los sueños como parte esencial de los personajes y esto supuso una nueva forma, experimental y original, de comprender el conflicto como motor del guión. Si en el primer neorrealismo el conflicto se centraba en relaciones humanas, Fellini -y en cierto sentido también Michelangelo Antonioni e Ingmar Bergman- amplía la visión del conflicto entrando en el mundo complejo de las personas y Fellini, para poder internarse en cada personaje, presta especial importancia al mundo de los sueños.
Digna de especial mención es Ginger e Fred (1986), interpretada por Giulieta Masina y Marcello Mastroianni. Cuenta el reencuentro de una pareja de bailarines imitadores de Ginger Rogers y Fred Astaire con ocasión de un programa de televisión. La historia muestra el patético mundo de los personajes y de la televisión, pero más que centrarse en la historia que se muestra en la pantalla, como un fantasma, hay una historia pasada cuyas cicatrices no parecen estar cerradas. Poco sabemos de sus pasados, acaso sólo intuimos que él estuvo internado en un hospital psiquiátrico después de haberse separado de ella y que ella, en cambio, renunciando a sus sueños, optó por una vida tranquila y se mudó a la hermosa ciudad de Santa Margherita Ligure. La estructura es extraña. La historia no contada importa más que la que se nos muestra y el conflicto principal está en la cabeza de los protagonistas. Cuando el reencuentro termina él se queda solo en la estación de Termini y su soledad parece envolver un conflicto mucho más universal. Como un elemento extraño, una voz del más allá, captada por un esotérico en una pequeña grabadora, parece haberlo llamado, pero él sólo siente miedo y angustia, desatendiendo el llamado y ya sin esperanza entiende que lo único que le queda es deambular por Roma a la espera de la muerte.
De alguna manera, Fellini siempre hizo la misma película. Su obra es un continuo caracterizada por una narrativa y encuadres particulares en el que a través del travelling juega con el espectador desde la confusión hasta el estremecimiento. Abundan figuras femeninas bellas y exuberantes, las temáticas sobre lo onírico, la culpa católica, el patetismo, el humor, la crueldad, el esnobismo, la injusticia, la búsqueda de la felicidad, la desolación, lo extravagante, la ironía provocadora y Roma como escenario en el que se desarrolla toda la tragedia humana.
Sus películas, centradas en un conflicto muy particular, al igual que su maestro Rossellini, huelen a tierra y, como una mónada, representan parte del universo que a todos nos toca vivir. Sin desconectarse de sus raíces neorrealistas, entiende que más allá de la historia externa (en las que los personajes cuentan una historia) hay que entrar en el mundo que hay en cada personaje, con sus miedos, deseos y recuerdos e incluso en el diálogo con la muerte. Para Fellini, la muerte y la mortalidad, como la inexorable condición de la humanidad, puede aparecer como el recuerdo de los vivos que rememoran a sus muertos, pero también puede aparecer como un llamado proveniente de algún más allá, lugar en el este director imagina a Giacomo Casanova bailando con una muñeca eternamente entre los canales venecianos.
Lúdico, imaginativo y muy autor de su obra, juega con las mentes de los espectadores que errantes buscarán desentrañar un significado en una historia pendular. Solo entonces, tras la confusión y el desamparo, entenderemos nuestra incapacidad para comprender incluso las cosas más simples y buscaremos en el silencio y en la contemplación el modo de aceraremos al verdadero sentido de las cosas. No por nada Ivo (Roberto Benigni), protagonista de su último film, La Voce Della Luna (1990), cierra su obra con una trascendental invitación: Eppure io credo che se ci fosse un po’ di silenzio, se tutti facessimo un po’ di silenzio, forse qualcosa potremmo capire (No obstante, yo creo que, si hubiera un poco de silencio, si todos hiciéramos un poco de silencio, tal vez algo podríamos entender).
El autor es doctor en derecho, académico de la Universidad Central de Chile y autor de varios libros, entre ellos, «Cine y Derecho Penal» (2019).
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