La política criminal en Chile desde el retorno a la democracia ha tenido casi una única dirección: el autoritarismo penal o un punitivismo cada vez mayor. En este sentido, las alteraciones normativas buscan cada vez más ampliar las facultades de las policías y del Ministerio Público, incrementar el catálogo de delitos y aumentar las penas, sin considerar que este derrotero tiene como contrapartida la restricción de los derechos de las personas. Por otra parte, el enorme gasto que supone la mantención de nuestro sistema penal, con particular predilección por la protección del retail como víctima de hurtos, empobrece al Estado y limita sustancialmente la implementación de políticas públicas integradoras.
Ante una simplificación mediática del problema penal, la consigna es fácil y vende. Frases como “tolerancia cero”, “guerra contra el terrorismo”, “guerra contra las drogas” y “mano dura con la delincuencia”, se repiten por políticos de diversos colores, desatendiendo estudios empíricos que demuestran categóricamente que los aumentos de penas, además de significar un enorme gasto, no inciden en las cifras de la criminalidad.
Ejemplos de este populismo punitivista abundan. Así, Laura Soto, como diputada del PPD, a propósito de un crimen horrendo en 2009, pidió que se reabriera el debate en torno a la pena de muerte. El otrora ministro de justicia, Teodoro Ribera, tras un episodio en el que unos presos resultaron baleados en 2012, señaló que no se trataba de blancas palomas y que “es un error que la preocupación esté por quienes han infringido la ley”. En esta misma dirección, el ministro Bellolio, aprovechándose del horrible crimen de Ámbar, sostuvo: “nosotros estamos de parte de las víctimas, no de parte de los delincuentes”, y la subsecretaria Carol Bown llamó a sancionar a los jueces que por sus ideologías son un peligro para la sociedad.
Declaraciones como las citadas muestran que a la hora de implantar políticas penales no importa tanto el impacto sobre el delito como el rédito electoral que otorga el populismo penal. La ley 20.000 sobre tráfico de estupefacientes, la ley Emilia, las Agendas Cortas de Bachelet son algunos ejemplos de puro punitivismo, y la transversalidad en su apoyo evidencia que desde la UDI al Frente Amplio no dudan en legislar de cara a la galería y de espalda a la evidencia científica.
En este mismo sentido, tras las polémicas libertades condicionales de 2016, la clase política se puso de acuerdo y promulgó una nueva ley de libertad condicional como señal clara de que algo se estaba haciendo. Sin embargo, a más de un año y medio de su promulgación, no se han redactado los reglamentos que requiere dicha norma ni se han nombrado los delegados de libertad condicional, lo que evidencia, en el mejor de los casos, desidia por parte de quienes nos gobiernan.
En el contexto actual, el pavoroso homicidio de Ámbar aparece como una nueva oportunidad que no puede desaprovecharse para que los políticos se muestren como haciendo algo y esta vez, capitaneados por el diputado Longton, acusan constitucionalmente a quien presidió la comisión que otorgó la libertad condicional al asesino de Ámbar. Esta acusación, centrada en la ministra Donoso, resulta al menos extraña si consideramos que se trató de una decisión unánime tomada por los 5 jueces que integraron la comisión, que se aplicó la legalidad vigente a la fecha y que se siguieron los criterios jurisprudenciales que de manera palmaria había establecido la Corte Suprema. Sin embargo, de nuevo, lo que aquí importa es dar la señal de mano dura y un golpe al garantismo penal, al Estado de derecho y a la independencia del poder judicial.
Ante este panorama desolador, un cambio de políticas públicas resulta imperioso. Solo comprendiendo que el problema penal es un problema de todos, y que debemos buscar sistemas inteligentes respaldados en estudios de campo y centrar el trabajo en la disminución de factores específicos, podremos disminuir la delincuencia.
El autor es doctor en derecho, académico de la Universidad Central de Chile y ha escrito varios libros, entre ellos, La cárcel moderna, una crítica necesaria (2017) y Cárceles y Pobreza. Distorsiones del populismo penal (2018).
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