Un 5 de octubre infantil y en provincia 

Es 5 de octubre de 1988. Mis papás ya habían quemado todas las revistas Apsis, Análisis y Cauce que sagradamente compraban cada semana. Estaban en un cuarto, pero temían que el NO ganara y los milicos desconocieran el triunfo y salieran a la calle a reprimir todo lo que oliera a oposición, como habían hecho en los peores años posteriores a 1973.

Yo, con 11 años, sabía que en mi país se había torturado y se hacía desaparecer. Yo, que tan sólo sabía leer y manejar apenas las cuatro operaciones, sabía de mano de los mejores periodistas de Chile que Pinochet lideraba una política de exterminio y que en las poblaciones se pasaba hambre y había veda a las  libertades elementales. Yo no necesité tener un familiar o cercano de mis papás que desapareciera para enterarme de lo que sucedía… 30 años después,  los civiles de la época, hoy muchos en el gobierno, dicen todavía que no tenían suficiente información sobre lo que hacía la dictadura. 

Es 5 de octubre de 1988, y a diferencia de mis padres, no tengo miedo. Sueño con poder votar y marcar fuerte una raya en la papeleta que ponga fin a 17 años de dictadura. En esos 17 años nunca faltó nada en casa y probablemente fue de la época familiar más plena. Pero nunca olvidaré lo que le dijo mi papá a mi mamá en la mesa unos años antes, cuando ella reflexionaba si no seríamos malagradecidos al declararnos de oposición, dada la bienaventuranza que vivíamos.

«No, Gloria», le dijo él. «No podemos pensar sólo en nosotros. Hay gente que sufre por culpa de este viejo desgraciado y nadie merece vivir en esas condiciones. No podemos ser tan egoístas e inconscientes, esto no es por nosotros, sino por todos», agregó.Ella asintió. 

Ninguno de los dos se dio cuenta que yo oía atento ese diálogo, que quedó marcado a fuego en mi alma. 
Vi a mis padres emocionados hasta las lágrimas participando en todas las concentraciones que se hacían en Rancagua. Las organizaban los partidos de la entonces Concertación de Partidos por la Democracia y eran multitudinarias. Estaban repletas de pacos y hasta milicos con metralletas, pero no importaba… era más fuerte la esperanza que irradiaban esos hombres inspiradores que nos hablaban. Hoy algunos dicen que la democracia se restauró sólo por el movimiento social. A algunos de ellos los vi llevar chapitas del Sí en el vestón escolar. No los culpo, provenían de familias conservadoras y mi colegio era una burbuja. 

Esa jornada de 5 de octubre la gente salió a votar en masa. Todo me impresionaba, todo era lindo. Para los ojos de este niño que se ilusionaba con la idea de que un mundo mejor era posible y, mejor aún, que podía hacerse con la movilización de toda una sociedad, era un día maravilloso.

Todos estábamos pegados a la radio Cooperativa cuando partieron los conteos. La tele estaba prendida, pero no la veíamos, porque en mi casa se sabía que mentía.

Las cifras ya al atardecer decían que el NO obtenía un triunfo aplastante. Con mi hermano y mis vecinos salimos a hacer flamear nuestras banderas del NO. Antes que Matthei reconociera en la madrugada que habían sufrido una derrota APLASTANTE, en la Villa Triana de Rancagua un grupo de seis niños festejábamos. Para nosotros, que recién conocíamos el mundo, ese día la Alegría sí llegó. 

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