Era un turno de noche, Gabriel Labraña tuiteaba y yo escribía sobre los resultados de las elecciones de 2013. Entre medio de algunas bromas típicas de una larga jornada periodística, este semi flaco, semi desgarbado, con semi barba rubia y de ojos claros me contó que él entrenaba un equipo de San Miguel que se llamaba Santa Fe.
El club le hacía honor a esa calle de la histórica comuna capitalina donde hace 40 años la dictadura militar había asesinado a Miguel Enríquez, el líder del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Eso no me lo dijo él, sino que lo averigüé más tarde.
La conversación fluía por GTalk. Por ahí me envió un video de un gol que marcaban los de camiseta celeste en una cancha de tierra.
– Es La Montura, me contó.
Más que el nombre, me llamó la atención verlo saltar adentro de la cancha de felicidad. Eran saltos cortos, con brazos flectados y con manos empuñadas.
“Este hueón está loco pensé, pensé premonitoriamente”. Nadie que tenga menos de 30 años puede ponerse así de contento afuera de la cancha, -reflexioné-. Y nadie puede grabar un partido en esas canchas”.
El diálogo fluyó. Me contó que filmaba para ver los defectos y virtudes de sus entrenados y ver la mejor manera de enfrentarlos. Era un Bielsa chico. El método del rosarino lo trastornó, como a toda una generación de chilenos que gozó con él en la Selección. Gabriel soñaba con aplicar en las peores circunstancias los movimientos del su mentor y de Pep Guardiola, del que me enviaba extractos de entrevistas a las horas más inverosímiles.
Me anduvo contagiando con su locura. Le conté que yo también jugaba, que me encantaba jugar en tierra, pero que estaba medio viejo para esos trotes. Me preguntó por los puestos en que me movía y quedamos en que cuando se reanudara el torneo me invitaría para verme.
Creo que el momento llegó en marzo. Me mandó un mensaje avisándome que el Santa Fe jugaría un amistoso y que quería probarme. La citación era a las 9.30… aunque el partido era como a las 11.00. Ya era raro. Peor se puso cuando vi que Gabriel tenía un ayudante técnico.
Todos vestían de celeste y yo llevaba una camiseta roja. Éramos como 17. El más cercano a mi edad, 37 años, era el Chino, que la verdad ni sé cuántos tiene. Por sus patas de gallo podría suponer que se empina sobre la treintena. Y el resto eran puros pendejos de unos 20 años.
La rutina inicial era chutear al arco. Creo que le pude pegar como dos veces y le di horrible al balón. Imaginaba que el resto pensaba: es viejo y malo.
Cuando llegó el momento de la formación, Gabriel mandó a los once titulares y a mí me encomendó la tarea de grabar. Así pasé todo el primer tiempo. Lo hice pésimo. No encuadré nunca y la pelota corría más rápido que mi brazo y mi ojo. La cancha estaba pésima y me llamaron la atención los buenos cruces del Juan, la salida limpia del Chino, el manejo de pelota del Nicko, el quite de Marco y la chasca del Jano.
Al término de la primera etapa, el DT me ordenó ingresar. Apenas troté, por lo que en la primera pelota que toqué sentí un pinchazo, como si me hubieran lanzado una piedrecita en el gemelo izquierdo. Me dolió, pero seguí jugando… por dignidad. Pese a la dolencia creo que me enchufé rápido. Marco y Chino me buscaron constantemente para salir jugando. Al final empatamos.
Pero resulta que la lesión era de verdad. Estuve como un mes y medio parado, en el intertanto aparecieron problemas familiares y laborales, por lo que la ausencia fue larga. Cuando ya pensaba que nadie se acordaba de mí, en el grupo de Whatsapp que siempre leía, pero nunca intervenía por pudor, Jano escribió: ¿Y alguien sabe si el Leo va a jugar? Gabriel, que conocía mis complicaciones, dijo que estaba viéndolo. Aprovechando el envión, intervine. Dije que sí, que lo haría apenas pudiera. Balsamente, aparecí en el último amistoso antes del comienzo del torneo.
Como tenía que ser, arranqué desde la banca, pero el segundo tiempo entré, me prestaron una camiseta y creo que ganamos. O si no ganamos, al menos jugamos bien. Desde ahí, Gabriel siempre me consideró… la verdad es que siempre he pensado en que lo hizo más por solidaridad gremial o por inclusión etaria que por razones futbolísticas. Me dio la 18.
COSAS LOCAS
Y así partió todo. En el Santa Fe viví probablemente los mejores meses futbolísticos en décadas. Este período está lleno de imágenes imborrables.
Ahí vi a gente volar… de las patadas que nos pegaban los rivales, que no contentos con eso nos insultaban en el suelo, nos pateaban en la cabeza y en las piernas y trataban de levantarte aunque la camiseta se rajara, porque quedarse en el suelo era de maricones, según nos decían.
– Oye, mañana hay que levantarse temprano para ir a trabajar, le dije una vez a un rival que golpeó criminalmente a uno de mis compañeros, creo que al Toto, una fiera por derecha, que había que matar para que dejara de marcar. – – Yo también tengo que ir a trabajar mañana, fue la respuesta que conseguí.
Estoy seguro que las patadas más espectaculares de mi vida las veré ahí. En ese suelo pasarse a un rival y salir con balón dominado era una ecuación que pocos podían resolver, porque a punta de chuletas o codazos eras bajado.
También hubo amenazas de muerte y agresiones a árbitros. Es cierto, muchos lo hacían pésimo, pero me daba pena la falta de respeto hacia adultos mayores que por unos pesos cumplían una tarea ingrata, que nadie en su sano juicio querría hacer en esas circunstancias. Hubo una fecha completa suspendida porque la liga ya no encontraba jueces que desearan exponerse a impartir justicia en La Montura.
Otra anécdota que jamás olvidaré fue el día en que nuestro único balón salió del recinto y corrí a buscarlo. Había tres mujeres sentadas a la sombra de un árbol, frente a un grifo abierto en que jugaban cuatro mocosos. El calor era insobornable y la pelota no estaba. Me negaron haberla visto volar por su lado. Tuve que rogar como tres minutos para que una cabra chica aceptara ir a buscarla a su casa, ubicada a una cuadra del sitio en que había caído. La trajo chuteando, pero cuando llegó a mi lado la lanzó lejos. Humillado y agradecido, corrí tras ella, la tomé y volví a la cancha para que reanudáramos el juego.
Otro hecho inaceptable en ese campo era la delación. Acusar a un rival de alguna agresión que pasaba desapercibida por el árbitro era arriesgarse a las penas del infierno, porque las amenazas estaban a flor de boca.
– Esta huevá es de hombres, maricón, se oía regularmente en ese yermo.
La tierra tiene además ahí una fluctuación muy grande. Se puede jugar en un lodazal o en la superficie más mata-rodillas posible. Ahí controlar un balón era una proeza, porque o iba saltando sobre piedras o se metía entre medio de las champas de pasto que crecían libres y rebeldes, entre las que, además, se escondía también la caca de los perros que se movían plenipotenciarios por el lugar. Caer ahí era sinónimo de quedar herido o cagado. Yo prefería siempre lo primero, pero un par de veces me pasó lo segundo.
Jugar en La Montura era siempre una aventura impredecible. Ahí podía ganarte el equipo más malo, podías vencer al mejor y también podías caer víctima de una bala loca o interponerte en la trayectoria entre una persona y una cuchilla.
De lo primero tuvimos un vaticinio. Nos alistábamos para entrar a la cancha 3 cuando unos sonidos extraños emanaron desde el oriente.
– Son balazos, dije.
– No, están martillando en un techo, me respondió confiado el Tata, un cabro del barrio que, imaginé, sabía de esos menesteres.
Estaba por terminar el primer tiempo cuando los martillazos se repitieron. Fueron justo en el momento en que recibí un pase y alargué para que el Nicko enfrentara al arquero. De pronto, un tipo de rojo y jockey cruzó la cancha raudo, mientras otro detrás percutaba al aire y le gritaba:
– ¡Sé donde vive tu papá y lo voy a hacer cagar!
A esa altura íbamos empatando, así que algunos del Santa Fe nos abalanzamos sobre el árbitro y le rogamos que no suspendiera el partido, que no era necesario, que terminara mejor la primera fracción y así daba tiempo para que llegaran los pacos y resguardaran el lugar. Nos hizo caso y al cabo de unos 15 a 20 minutos ya estábamos jugando de nuevo. Menos mal que no lo suspendió, porque ganamos.
Lo del acuchillado fue mucho menos vívido, porque nosotros nos íbamos al descanso cuando vimos que un calvo barrigón que estaba a un costado del arco norte de la cancha 1 se desplomaba ensangrentado. Quien lo atacó corría en dirección contraria. Al lugar entró rauda una camioneta y se llevó al herido la Posta.
– Esa pelea fue por líos de afuera, nos contó hace poco Camilo, que conocía a la víctima. Coincidentemente, el tipo a quien defendió en su honorabilidad le propinó una patada horrible en el último partido de la liga.
GENTE LINDA
Eso fue el Santa Fe en mi vida. Jamás olvidaré los arribos gélidos, en que el Tata y el Nicko eran los primeros en llegar y trataban de calentar las mañanas con un ¿cigarrito?, antes de empezar a chutear al arco o tirar centros por cerca de una hora, a la espera de los rivales, el árbitro o el DT, que nos exigía llegar a las 9.15 y él aparecía cerca de las 10.00, siempre culpando a alguien de su retraso.
Las charlas técnicas estaban recargadas de tono épico, de gesta y tensión. Cuando Gabriel hablaba, todos callaban, lo miraban a los ojos y movían la cabeza, como si ese movimiento fuera una garantía de que sus órdenes se cumplirían al pie de la letra en la cancha. Muchas veces eso no pasaba y el profe se indignaba.
Las arengas, algo que siempre encontré ridículo porque me parecían un robo de las malas películas de deportes gringos, acá cobraron sentido. Eran como una inspiración para salir como guerreros a ganarle al rival y a la vida en los minutos venideros… bueno, excepto la vez en que la hizo Mauri, el más grande del equipo pero, a la vez, tan intimidante como un oso de peluche.
Partió excusándose con que tenía dificultades para expresarse y remató como pudo:
– Cabros, hagan lo que ustedes saben, nos pidió. Menos mal que nadie se lo tomó literal, porque de ser así yo esa mañana habría terminado redactando alguna noticia.
En esa cancha viví siempre mucho y a concho, pero difícilmente aprenderé más sobre la fidelidad que con el Tata y el Guaje, dos relegados sempiternos a la banca, que con más o menos rebeldía ante la decisión técnica estaban siempre dispuestos a dar un abrazo y una palabra de apoyo al compañero cuando las fuerzas flaqueaban o el rival se engrandecía o lográbamos una victoria dura. Como el fútbol es bello, ambos jugaron el último partido, que ganamos gracias a un gol de barrida, con el último aliento, del Guaje. Los rivales nos querían matar. Antes habían amenazado a un niño de 9 años, el Dylan, que esa mañana grababa nuestras jugada, así que tuvo que guardar la cámara y el gol no quedó registrado en la memoria del equipo, pero de seguro está registrado en el alma de todos quienes gritamos ese tanto con el alma… y así, gracias a Guaje, el más pequeño de todos, el Santa Fe terminó el año a lo grande. Ahora, como buen vejete, ya me puedo ir a mi sarcófago a descansar feliz y en paz.
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