Ya no es la propiedad, dice Jean-Claude Milner, lo que define a la burguesía actual. Se caracteriza más bien por “cierto nivel de ingresos y el modo de vida que éste permite”(1) . El nuevo burgués, entonces, se define según lo auspicioso que resulte el cruce de la liquidación de sueldo y el detalle de la cartola bancaria.
Sin ánimo de profundizar en los modos de vida de la burguesía actual –que da para mucho, sobre todo la que se disfraza en la triste ficción crediticia- me detengo en lo que el lingüista francés denomina como salario burgués que, a su juicio, “refleja los arbitrajes políticos de una sociedad y su definición del poder”.
“Se sobrepagará al que sea considerado sobrepoderoso”, sostiene Milner, al comparar el sueldo de un sabio intelectual con el que devenga un presentador estrella de televisión: aunque la calificación académica del primero es generalmente superior, el segundo goza de una popularidad mucho más rentable.
Existen, además, dos subcriterios: el sobretiempo (mayor salario en menos tiempo, v.g. profesor de un colegio trabaja menos tiempo y gana más que un obrero) y la sobrerremuneración (mayor salario en igual tiempo, v.g. alto ejecutivo de una empresa trabaja lo mismo o más que un obrero pero gana mucho más, incluso que el profesor).
Para Milner, la distribución de sobresalarios se valida mediante formas que la misma sociedad justifica, cree y perpetúa, máxime en aquellas que reditúan de la burguesía, como las socialdemocracias. Así, se establecen criterios de selección y calificación donde la universidad/academia/escuela pasa a ser el requisito insoslayable para merecer un sobresalario, aunque claramente no siempre ocurre.
Aquí se da el mayor vicio salarial: son varios los que valoran/tasan/califican a una persona según lo que gana mensualmente. Bajo esta premisa y frente a la inequidad latinoamericana, todos aquellos que no pueden acceder a instancias de calificación académica (v.g. universidades) terminan siendo subvalorados. Algo similar ocurre con la calificación de carreras profesionales: se trata con mayor pleitesía al médico no por sus diagnósticos, sino por el estatus que cómodamente carga, mientras que a otros oficios -no nos salvamos los periodistas, qué decir de los profesores- se les mira con desdén. Y ese menosprecio se traduce en una tarifa salarial que es conocida públicamente como “valores de mercado”.
Parafraseando a Furbank, en la definición del prójimo subyace un inconfesable clasismo, el mismo que incluso a la hora de comer nos reparte -sin cuestionamientos- en distintas mesas e incluso en distintos comedores. Es triste confirmar que, en el subcontinente mestizo, son muchas las veces que sólo terminamos compartiendo el pan.
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(1) Milner, Jean-Claude: “El salario del ideal. La teoría de las clases y de la cultura en el siglo XX”. Barcelona: Gedisa, 2003.
* Texto originalmente publicado en http://www.spring-alfa-pucv.cl/
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