La “sede vacante” sitúa a la Iglesia romana en un umbral, el que se preludiaba desde la agonía de Juan Pablo II, y quizás desde la sorpresiva muerte de su antecesor “el Papa de la sonrisa”, y todavía más atrás, en los tiempos conciliares hace 50 años. Años que son pocos para una institución que se precia de ser eterna, la que atendida su historia, está obligada a elegir al futuro ministro petrino, asumiendo un contexto siempre incierto y complejo, pero ahora carente de centros político geográficos, y con rostros de hombres concientes de su libertad.
Despejando los aspectos teológicos y doctrinales, el cónclave a convocarse es una cuestión netamente política, en rigor toda elección papal lo ha sido, y los errores y desaciertos históricos se han dado porque los príncipes electores, o no tuvieron mejor candidato, o se dejaron influenciar por la política externa más que por lo interno. El camarlengo, el protodiácono y el secretario de estado vaticano, deberán desarrollar todas sus dotes de estratega y comandante para que los purpurados coincidan en un nombre, que sea una llave que “reconcilie” a la Iglesia romana con el mundo.
Mundo que cambia pero que también mantiene, llave que abre pero que también cierra, esa debiera ser la clave del nuevo Pedro, reconciliar al episcopado universal con la monarquía curial y retomar el principio de la “iglesia de base” pregonada por el Concilio. La renuncia de Benedicto XVI es la prístina expresión de la crisis eclesial, Ratzinger ha optado por el retiro y la reflexión, cree que ese es el mejor aporte que puede hacer. Estaba solo, no podía luchar contra tantos, lo hará desde fuera, y entonces optó por obligar a sus príncipes a reunirse “con clave”, apuró la historia, los obliga a mirarse las caras y ojalá decidir en libertad.
Y como en política no cabe ser ingenuo, la elección del sucesor comienza después de besar el anillo pontificio del nuevo Papa, por lo tanto los días de Cónclave serán decisivos para conciliar lo ya tratado, para que luego se reconcilien los propios electores entre sí, y lleven urbe et orbe la decisión de reconciliarse con sus fieles repartidos por el mundo. Esos creyentes distribuidos, pareciera a ojo curial que no tienen un rostro, y eso es exacto porque tienen muchos rostros, como es hoy la globalización; centros de poder económico no reconocible, verdadero poder político no ubicable físicamente, falta de liderazgo internacional. El nuevo pontífice debe ser lo opuesto a Juan Pablo II, no más superstar, menos viajes, más reflexión y conducción entregando sabiamente el poder a las iglesias locales, predicar cara a cara, hombre a hombre, más fieles menos Papa, he ahí la clave.
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