Acabo de mundo

Pedro GuerraAunque una visita rápida a cualquier mall evidenciara una delirante tendencia a comprar compulsivamente bicicletas, TVs Led de muchísimas pulgadas y ropa hecha en China a destajo, y aunque pareciera que el mundo efectivamente se iba a acabar y que era necesario aprovisionarse de todo aquello a lo que no podríamos acceder en quizás cuando tiempo, el destino quiso otra cosa, y el 22 de diciembre por la mañana el sol salió y alumbró como siempre lo ha hecho.

Si bien es difícil comprender a fondo a quienes se han creído lo del acabo de mundo, los cuentos de los mayas y un largo etcétera (no debe ser la primera vez que se anuncia un evento tal), es gracioso pensar en que cara habrán puesto al día siguiente, al percatarse de que todo seguía funcionando tal como antes y de que la profecía, ciegamente creída había fallado, como suelen hacerlo las profecías.

Cuando se piensa en el fin del mundo es imposible no recurrir a la visión apocalíptica que el cine nos ha mostrado acerca del fin del mundo, influido por una fuerte dosis de parafernalia bíblica, extraterrestres y desastres naturales de gran escala,. Una de las películas más serias (si cabe) que se han facturado acerca de eventos por el estilo es Deep Impact, donde Morgan Freeman protagoniza al único presidente negro de EE.UU. en el cine. El rollo va de que un cometa viene en contra de la tierra y una misión ruso – americana parte en una nave espacial a poner unas bombas atómicas para detener la nave. No lo logran y un buen pedazo de piedra viene a dar contra el Atlántico Norte, destruyendo gran parte de EE.UU. y suponemos que de Europa (tampoco tiene gran importancia). Mientras tanto, el gobierno americano desarrolla una especie de operación Arca de Noé, que consiste en seleccionar y poner a buen resguardo antes el impacto del meteorito, a una buena cantidad de iluminados que poblarán nuevamente el planeta, bajo la optimista idea de que ello vale la pena.

El tema del acabo de mundo merece algunas reflexiones teóricas y prácticas. Lo primero es ponernos a acuerdo en que implica en realidad el fin del mundo. Dado el evidente carácter occidente – centrista del problema (ignoramos si el mundo árabe, la cultura oriental o los mahoríes y los esquimales debaten sobre algo parecido) cabe pensar que lo que entendemos por fin de mundo no es propiamente una explosión o destrucción de la esfera terrestre (tipo destrucción de Alderaan en A New Hope, cuando solo por demostrar cuan bueno era el invento, unos generales con aspecto fascista deciden dirigir la Estrella de la Muerte contra el planeta natal de la princesa Leia, solo por joder), sino más bien un evento en que una fuerza extraña arrasa más bien con la superficie terrestre y todo lo que hay encima de ella, incluyéndonos, por cierto. Eso no solo implica una desaparición de toda forma de vida sobre la tierra; es la misma civilización occidental, encarnada en sus grandes urbes super pobladas y super contaminantes y en definitiva super americanas, la que se ha llevado a sí misma a una situación cataclísmica, en que la epidermis del planeta reacciona sacudiéndose de encima a unos parásitos altamente dependientes del petróleo barato.

El asunto es que, sin perjuicio de los grandes avances que occidente ha producido desde la revolución industrial en adelante y de la enorme cantidad de gente que vive como si fueran occidentales, lo cierto es que el mundo no se reduce a la costa este de EE.UU. y algunas lindas capitales europeas: hay mundo más allá, que también puede eventualmente acabarse. Cuando se habla de fin de mundo, en definitiva, no se habla sino de lo que cada civilización y cada variedad dentro de ella, entiende por mundo.

Lo segundo sobre lo que vale la pena preguntarse es entonces el tipo de amenaza al que debemos temerle. Es muy improbable que un evento de destrucción física masiva acabe con la totalidad de la vida humana en el planeta. Durante los años de la guerra fría se temió incesantemente que un acabo de mundo vendría de la mano de un “apretar el botón” (recuérdese la canción de Miguel Mateos). En el imaginario colectivo, construido no sin mucho celuloide de por medio, unos rusos cargados de vodka y malévolamente comunistas decidían lanzar unos misiles contra Washington, para lo cual solo había que hacer una llamada por un teléfono rojo y apretar “push”: A su vez, los americanos tenían un sistema de reacción inmediata, de forma que cuando un misil tocara la Casa Blanca, una máquina iba a contestar el ataque lanzando un ataque contra Moscú. El resultado iba a ser un invierno nuclear al cual toda la tierra, hasta los más recónditos confines, iba a sufrir siglos de holocausto nuclear, en un invierno eterno en que no podríamos mirar el sol ni comer lechugas frescas (cosa que por cierto es difícil muchas partes del mundo).

A propósito de eventos de destrucción masiva pre – avisados, ya se trate de terremotos, meteoritos o cambios en la polaridad de la tierra, lo cierto es que el mundo, tal y como lo conocemos hoy, está mucho más expuesto a perecer por la propia acción del hombre y de las instituciones que este ha creado y que de vez en cuando hacen amago de devorarlo por completo. Y cada mundo dentro del mundo puede acabarse, y de hecho se acaba, todos los días: una sequía en Somalía puede desplazar de un año a otro a cientos de miles de personas que dependen de precarios cultivos y que irán a parar, si es que logran llegar vivos, a campos de refugiados mal nutridos por cascos azules y en donde pasarán años antes de que alguien los saque.

Un crack inmobiliario en 2008 fue el acabo de mundo para miles de propietarios de vivienda de clase media en EE.UU. que ya no pudieron seguir pagando el sueño largamente alimentado de la casa propia. El resultado fue un pinchazo brutal de la burbuja inmobiliaria alentada por bancos cuyos pedazos aún podemos ver repartidos por el mundo y cuyo salvataje le ha significado cantidades grotescas de dinero público. La recesión, el crecimiento anémico de las economías industrializadas de toda la vida, el desempleo rampante que tiene a millones de españoles en la calle son, como se mire, un acabo de mundo, que poco tiene que ver con meteoritos o extraterrestres. Uno casi creería que las profecías de días de oscuridad y tormentas de rayos cayendo sobre Nueva York o cataclismos masivos son un volador de luces para entretener a algunos ociosos y distraerlos de los verdaderos desastres. La verdadera ventaja es simplemente numérica, y de ahí su precariedad: Si de verdad una cantidad suficiente de gente con el suficiente poder de decisión pusiera oído y creyera firmemente en que el mundo acabará en una fecha determinada, es bien probable que nada de lo que nos sostiene día a día (el sistema tributario, el transporte público, los bancos, la red eléctrica, las transferencias públicas, el tipo de cambio, el sistema de precios y pagos, la oferta y la demanda, el modelo político, la administración de justicia, internet, entre tantas otras entelequias humanas) sobreviviera por mucho.

El miedo, la apatía, el nihilismo, la desesperación colectiva se apoderarían de los países, y la civilización occidental perecería enferma de una inflación galopante, de desabastecimiento provocado por el acaparamiento, guerras civiles y una producción mísera de energéticos y carburantes. Qué curioso resulta entonces concluir que nuestro mundo descansa, frágilmente equilibrado, en la fe pública, la confianza compartida en que las instituciones humanas funcionan en pro de todos y, por qué no, en la bondad humana.

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