Urgen garzones profesionales, basta de meseros temporeros que conciben el servicio de atención gastronómica como imperio del ketchup, la mayonesa light, el italiano y la “chela”. Eso en sí, no es malo, lo nefasto es que toda la población vive con esos referentes, propios de un patio de comidas. ¿Esos comederos son el símbolo del país exitoso del que nos ufanamos? En ellos se han perdido todas las normas del buen gusto, la fineza del trato, la palabra amable. Se reiteran conceptos de venta: combo, cajita feliz, Mac¿qué?; se repiten fraseos sin sentido: bienvenido a …, o peor aun, ¿qué vai`a querer?. Frases que son voceadas por improvisados garzones, sin compostura y con un sonsonete que alude a aburrimiento y hastío.
Característico de aquellos patios es que meseros y comensales se tutean de inmediato, como si hubiesen dormido juntos la noche anterior. Esta supuesta confianza tampoco es dañina, su problema radica en que rotas las distancias iniciales, se anula el “tempo” del usted, en el que se estudia al otro, se formalizan espacios y se valora lo permitido. De seguro que un lingüista me refutaría, que todo depende del “registro de habla” que se ocupe, de la circunstancia, del contexto y de los interlocutores. A mi entender, el drama concurre porque los ciudadanos ya no distinguen, ya no disciernen entre registros, no discriminan el contexto. Se me dirá: “no hay que ser tan formal, el otro es un hermano o un compañero”, si hasta que … invade mi espacio y mi persona, de allí -no mediado el necesario autocontrol que provee la cultura- al grito y al empujón, hay un paso.
Al surgimiento de la burguesía precedieron los protocolos culinarios y de servicio. Tal cubierto allí, tal cristal para tal bebida, el garzón nunca debe rozar el borde interior del platillo, la copa se toma desde el pedestal nunca del contenedor. ¿Del agüita manil? Ni hablar. Para la mayoría ni siquiera es pieza de museo, simplemente no la conocen. El camino al refinamiento fue largo, lo primero que se ocupó en la mesa fue el cuchillo, luego la picana se transformó en tenedor, y finalmente apareció la cuchara de mesa, cuya función fue contener pequeñas cantidades de líquido caliente, y así poder disfrutarlo en pequeñas porciones a menor temperatura.
En los patios de comida donde se come con las manos, de aquello nada se sabe, agravado porque todo el acto del comer -incluso el doméstico- se va adecuando a los comederos. Comida rápida, música rápida, clientes que se rotan rápidamente, a los que se les llenan los ojos, los oídos, los espacios, con nada; se ha logrado que el cerebro esté vacío. Cuando todo es rápido, no es que se piense rápido, simplemente no se piensa. No se contempla, no se critica, no se razona debidamente. Esos lugares son funcionales a sistemas semi feudales de producción. Recuerdo de la obra de Umberto Eco, “El Nombre de la Rosa”, aquel pasaje de los restos alimentarios que los señores arrojaban a los siervos. De aquel tiempo medieval a nuestro hoy lo único que ha cambiado es que el castillo es de plástico, y las horas nonas fueron reemplazadas porque ahora “estamos permanentemente conectados”.
Insistimos: urgen garzones que recuerden a los comensales los modos del comportamiento. Profesionalismo en el servicio debería llenar el futuro boulevard de los café de Plaza Aníbal Pinto, en el que no habría que autorizar patentes para “comida rápida”, sino que para dialogar en torno al buen servicio de mesa. Valparaíso lo merece.
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