Aún no terminada la vida útil de nuestros bienes los cambiamos por aquel modelo de última generación que nos ofrece el mercado. Indiferencia nos causa la llegada de las grandes cadenas de supermercados a nuestros pueblos o que exista más de una nación dentro de un estado, como es Bolivia. Qué importa que se levanten áridas torres de departamentos (postmodernos) sobre los espacios culturales o medio ambientales en nuestras comunas. Todas estas conductas y otras están determinadas por la Cultura del Capital.
Estos convencimientos, costumbres y manifestaciones de vida, a las que denomino Cultura del Capital, están significadas por la sobrevaloración de la propiedad privada, la producción y acumulación de bienes, el control privado de la economía y la indiferencia al dominio del poderoso (económica e intelectual) sobre el más débil, entre otras.
Nuestras vidas están determinadas por un modelo cultural que no lo avergüenza los abusos y atropellos que comete en el despliegue de sus principios. Una cultura que diezma la capacidad de asombro de la humanidad. En efecto, la colusión de los Pollos y las farmacias, el inminente cierre de las Dunas de Concón, los abusos del Retail, por decir algunos, son claros ejemplos.
La validez ética y social de la Cultura del Capital es indiscutida. Las aciagas consecuencias de su existencia, un hecho. ¿Qué duda cabe? Si hasta nuestras decisiones personales y colectivas, siendo incluso las más trascendentales, están orientadas por esta cultura: ¿No pensamos en cuanto dinero ganaremos una vez profesionales para elegir la carrera a cursar? ¿No lamentamos no poder comprar aquel auto que nos ofrece una gallardía distinta?
Sin duda la gran mayoría de aquellas circunstancias, relaciones o hechos que nos generan más satisfacción, en nuestra vida tradicional (suficientemente tradicional), se encuentran relacionadas, íntimamente, con la producción y apropiación de bienes, sean estos materiales o inmateriales, sin importar siquiera, la satisfacción que nos puede llegar a generar aquello que no se tranzan en el mercado.
A pesar de todo, el dominio de esta cultura no es totalizador. Existen ghettos. Personas, comunidades y estados que destinan recursos, humanos y económicos, en la producción de bienes de carácter público y herramientas para el desarrollo espiritual. Soy un convencido que ésta cultura es finita. Que nuestra sociedad también avanza sobre principios distantes a los acuñados a sangre en tiempos más oscuros y que lo público tomará el lugar que le fue arrebatado por la fuerza.
Un cambio cultural es lento y a veces doloroso, pero es necesario empezar a pensar y discutir que tan conformes estamos con este modelo cultural y que tan dispuestos estamos en buscar su reforma o reemplazo.
Pujemos por una cultura más humana y pública, centrada en el ser humano, donde los esfuerzos no estén sólo concentrados en cómo hacer más exitosa mi vida y la de mi sombra, sino en cómo colaboro en la producción de la felicidad, pero aquella que no se puede comprar.
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