La lección del conde

Señorío, hidalguía, carácter. Admirado por muchos y odiado por otros que lo consideraban derechista; tildado de momio por los más progresistas, poco definido, “muy de centro”. El conde ha muerto, Chile es el que pierde, leamos sus memorias, rescatemos su legado. En los debates televisivos de fines de los ochenta, ponía la cuota de prudencia en esos días de férrea lucha por la recuperación de la democracia, y lo hacía con firmeza y estilo. Esa misma actitud tuvo cuando debió oficiar el traspaso de la banda presidencial de Augusto Pinochet a Patricio Aylwin, minutos después de haber sido elegido por amplia mayoría presidente del Senado. Su primera orden en el cargo había sido reubicar los sillones senatoriales de forma tal que constituyeran un hemiciclo, rompiendo con la estructura de sala de clases (en sus palabras) que el general había dispuesto. ¡Aquí se viene a dialogar, no hay un profesor y alumnos que escuchan!, dijo.

La dictadura lo encarceló, señera es la fotografía que lo muestra con las manos en alto y la camisa empapada por el chorro del guanaco, avanzando por la calle y dando la cara. Su oficio eran las formas con sentido, ellas declaran el fondo. Cada instante era propicio para ganar un espacio de diálogo y negociación. Por ejemplo, en el almuerzo que se ofreció a Isabel II en el Club Hípico, y en el cual se acordó a la hora de los postres, el precio de venta de los aviones Hawker Hunter, anotado por la reina sobre una servilleta de papel. Las formas importan en tanto son espacio de acogida para el diálogo, son contención emocional. Eso lo trasuntaba Gabriel Valdés, por ello amaba y disfrutaba con la creación artística, sabía del valor de la gratuidad, de aquello que no reditúa de inmediato. La cultura como proceso de construcción de identidad es de largo plazo, ejemplo de ello es la ley de donaciones culturales que lleva su nombre.

Como diplomático sabía escuchar, eso es un arte y el conde era un artista; sabía componer un relato, armonizar las diferencias, teñir un proyecto, ello le venía de la sensibilidad familiar aprendida en su casa. Cuando en el regazo hogareño está presente la creación artística, el niño que se forma a su alero está dispuesto a escuchar, a conocer, a observar y, por consecuencia, a relacionar creativamente, por tanto rupturistamente. El mismo Gabriel Valdés recuerda en sus memorias cuando su madre lo sacó abruptamente de una clase en el colegio San Ignacio: era tiempo de revoluciones, pero antes de llevarlo a casa lo subió al segundo piso del tranvía para que atestiguara lo que estaba pasando en la ciudad.

La última vez que lo vi fue durante el lanzamiento del libro de José Rodríguez Elizondo, “De Charaña a La Haya”, evento realizado en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile. Como siempre trasuntaba un magnetismo personal, todos querían fotografiarse con un maestro de la política. ¿Cuántos querrán fotografiarse con nuestros livianos parlamentarios del segundo televisivo de hoy? Ellos deberían haber aprendido del Conde Valdés, que aunque nunca se terciaría la banda sobre el pecho, ¡si fue presidente de Chile!

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