Viendo en pleno atardecer cómo la gente compraba en una feria de Beleville, París, me encontré de pronto en el living de Ruiz y su eterna compañera Valeria Sarmiento. Hace algunas horas, ella nos había recogido en el aeropuerto y mientras nos advertía que no acostumbraba a tener visitas de “jóvenes” -insegura de los cereales que nos había escogido-, yo tenía el privilegio de revisar la colección de cd’s de música que Raúl mantenía en su luminoso living; la clásica era el género predilecto.
Como es de esperarse, me alojé en la pieza de invitados, o más bien una biblioteca selecta, cuando descubrí que una primera carpeta -de las que forraba mi alrededor- guardaba el guión original de “Tres tristes tigres” (1968), entre varias otras obras y borradores escritos en la mítica máquina de escribir de Ruiz. Me sentí como niño en navidad, descubriendo antiguos tesoros que habían dado pie a películas que recién descubría en ese tiempo.
Organizando el itinerario de la mañana por el cementerio Père-Lachaise, próximo de nuestro hogar de paso, llega Raúl desde Viena con unos chocolates bajo el brazo de regalo con pinturas del austríaco Gustav Klimt. Precisamente venía terminando de hacer un film biográfico del artista que veríamos la semana próxima en su preestreno en el museo de Orsay. Nos insistió que debíamos tomar desayuno con la “mejor torta del mundo” que traía también consigo, aunque no recuerdo el nombre que Valeria celebraba; recuerdo que estaba realmente buena. Desde allí supe que este personaje complejo pero querendón, tenía una especial debilidad por la buena mesa y que regaba un idioma especial y lleno de simbolismos.
Las paredes de los pasillos reflejaban la habilidad lectora de ambos. La delicada búsqueda de primeras ediciones perfectamente cuidadas hasta en su temperatura, demuestran la devoción por títulos en que resaltan los escritores latinoamericanos y europeos. Raúl nos invitaba a reunirnos entorno a la mesa para probar “los mejores quesos y patés” -que guardaban en una cocina aparte por el olor- con más de una copa de vino que pude ver siempre Raúl disfrutar en casa como en rodajes.
Esa misma semana nos invitó a comer siempre a un restaurant diferente. En el día viajaba a Londres, mientras con mis amigos recorríamos las calles parisinas, por las noches nos encontrábamos en un restaurant chino, camboyano o típico francés para deleitarnos con los mejores platos. Ciertamente la casa de París es el centro de operaciones perfecto entre todos los agitados viajes que realizaba por Europa para los múltiples proyectos que iba desarrollando, no cualquier director realiza tres o cuatro producciones importantes al año.
Mientras ya esperábamos sentados con Valeria y un(os) kir royal de aperitivo, Raúl llegaba caminando con un libro bajo el brazo, buscando ya un poco de conversación, sabíamos que terminaría por contarnos los detalles del día que captaron su mirada por un momento, que claramente no habían pasado inadvertidos a su aguda pluma en algún cuaderno que creo que siempre llevó para anotar.
No hace falta referirme al tipo de cine al que Raúl dedicó su vida, pero hay que tener en claro que los mismos juegos, zigzagueos y paradojas -entre otros- que terminaban (o comenzaban) por contradecir o hacer una paradoja de la misma narración en una película de Ruiz, era de alguna manera sostener una conversación profunda con él, y eso que tengo la certeza de nunca haber llegado a conversar en serio.
Pasar de una anécdota graciosa con algún amigo de una cultura diferente, a la historia trágica de una faraón de hace cuatro mil años atrás era una constante en una conversación con Raúl, y creo que un reto para cualquiera en el rico conocimiento cultural e histórico que el cineasta dominaba a la perfección.
Ya en Chile –y feliz de estar trabajando en su país natal– Raúl mantuvo siempre el interés de revivir lo olvidado. Recuerdo que me comentó su preocupación por rescatar las tradiciones de nuestro país, trabajar en la “arqueología” de Chile que somos tan malos en reconocer, de allí “La recta provincia” (2007) resucita el campo, como también lo hace al año siguiente con “Litoral” (2008), donde sigue retribuyendo al mito y la alegoría pero esta vez en el mar.
Cuando le plantee mi preocupación por el estado “volátil” en el que vi que llevó su vida y trabajo, recuerdo que Raúl me respondió que para ganar en la vida “siempre hay que partir” y que “la palabra permanencia tiene poco sentido en este mundo”.
Raúl Ruiz se despide apresuradamente a los setenta años de vida con más de 150 títulos en diferentes metrajes y formatos. Tristemente no pudo sostener la larga recuperación del trasplante de hígado que se sometió hace un par de años. «El hígado no es una garantía, sólo sirve para saber que nada es garantía de nada«, me dijo alguna vez.
Su delicado estado de salud, no fue razón para que no trabajase en dos nuevos proyectos cinematográficos: el largometraje, rodado aquí en Chile en abril último, “La noche de enfrente” (que se estrenaría este año) y “As linhas de Torres”, programada para el próximo 2012.
Raúl recibió varias condecoraciones a lo largo de su carrera: la aclamada revista de cine “Cahiers du cinema” le dedicó un número especial, el gobierno chileno lo premió con un premio nacional de arte, el Festival de Berlín con un “Oso de Plata”. La su última joyita que nos dejó fue «Misterios de Lisboa» (2010), centrada en la vida de la aristocracia lusitana, con el que fue galardonado con el premio Louis Delluc y la “Concha de Plata” en el Festival de San Sebastián.
El trabajo de Raúl siempre ha sido un estímulo, una fuente de inspiración para muchos, más allá de los contenidos y libertades que se pudo dar en varios de sus filmes, se mantuvo siempre fiel a su modo de ver el cine, destruyendo el conflicto central y regando un poco más de poesía.
Adiós Raúl, buen viaje.
excelente experiencia junto a un grande, aunque a la vez un gran desafio, felicidades =)
qué emoción Joaco, qué hermosa amistad, guárdala como un tesoro (qué bueno que ese día usaste mi sombrero)