Crecí en una casa donde la mujer que hacía mil cosas -limpiar, ordenar, planchar, cocinar, cuidarnos a mí y mis hermanas cuando mis padres no estaban- era relegada a la cocina o segundo comedor cuando el resto -es decir, la familia- almorzaba. No era -y no es- una práctica anormal: lo veía en casas de amigos, de familiares, y se reproducía -y sigue haciéndose- en las teleseries chilenas.
Esta mujer era la que cumplía el rol de nana, una palabra que nunca me ha gustado y que cuando me tengo que referir a ella doy largas explicaciones para nombrar lo que a todos les parece obvio: un nombre ciertamente despectivo para quien vive una incoherencia que se cultiva en el lugar más íntimo.
En esta discriminación, una de las más clasistas que pervive en muchos hogares de nuestra Larga y Angosta Faja, reside la contradicción de postergar a la persona en quienes se confía lo más querido -los hijos- a una habitación de rango menor. Presumo que a los extranjeros que visitan nuestro país les debe costar entender esta situación. Tampoco deben comprender que los empleadores y sus familiares sean -y exigen ser- tratados como don o señora y que no hacerlo constituye más que una falta, una causal de despido.
Pero la discriminación no se queda en ese vil anacronismo de dividir o seleccionar quién se sienta a tu mesa, también se ejerce extramuros: al visitar otra casa, la mayoría saluda de beso exclusivamente a los miembros de la familia y en un gesto raudo, casi una mueca, se saluda a lo lejos a quien oficia de nana, un hecho que bien había advertido la psicóloga Isidora Mena.
La contradicción ha sido resuelta con lentitud extrema: recién en marzo de 2011 se igualó el sueldo mínimo al de empleada doméstica, es decir, a nadie le molestaba que se les pagara menos y trabajaran más, sobre todo aquellas que laboran puertas adentro y que inician sus tareas apenas sale el sol, una práctica que más bien suena a resabio del inquilinaje. Mientras, seguimos culpando a otros por el país de aberrante desigualdad en que vivimos, cuando una de las más tristes la provocamos cada día a la hora de almuerzo.
Daniel es muy buena tu columna. Cuando en este país se habla de desigualdades a veces suena a retórica, como si no fueran mas que una evidencia estadistica. De hecho lo son, pero es necesario aterrizarlas, darles un rostro humano, y sobre todo entender los mecanismos que llevan hacia las desigualdades, como se producen y como se re – producen, como funcionan. La nana es una institución social muy antigua, que va en franca decadencia, pero como en toda sociedad en transición existe como resabio de tiempos que ojalá vayan quedando atrás.
Gracias Dani por hacernos ver algo tan cercano y q tal vez por lo cercano, ya ni vemos. Pones el dedo en la herida, ya que alegamos en contra de nuestros prejuicios, peleamos por una sociedad más igualitaria y no vemos como estas lacras están insertadas en nuestra vida cotidiana
Cariños.
Tutin, hermano querido, sabias palabras las que ofreces, ya que aún seguimos y seguiremos viendo este tipo de situaciones injustas, en la que no hay nada más horrible que relegar a una persona de confianza a la cocina para almorzar una vez, eso si, que todos los familiares e invitados hayan terminado y si alcanza por supuesto. Yo viví de cerca lo que mencionas en casas de amigos y familiares, y cuando pequeño, te puedo decir, que era más entretenido almorzar en las cocinas con estas maravillosas mujeres que en la mesa con los vejestorios y obvio, sin pronunciar palabra, ya que los niños no hablaban en la mesa.
Un abrazo grande Tutin.
Más que buena perspicaz y asertiva. ¿cuantos de los llamados progresistas no son partidarios de estas lamentables conductas?
Saludos!
Es interesante a la vez comprobar, que fuera del alcance de nuestro propio comportamiento, consistente o no con el ideal de rechazo a la discriminación en nuestros propios hogares; las “nanas” ya hicieron un cambio. Día a día escucho los relatos de familias, incluyendo la mía, en que se describe como las cuidadoras de nuestros hijos han aprendido a dar el justo valor a sus actividades, y más allá de aquello, han comenzado a cuestionarse si es correcto abandonar a sus propios hijos, para cuidar los retoños de otros.