Santiago es una mega ciudad cuyo crecimiento ha sido de todo, menos controlado. Con el 40% de toda la población de Chile ocupando sólo el 2% del territorio, implica una gran concentración de personas, consumiendo recursos que en la mayoría no se producen en su territorio, acogiendo un centro donde la economía y la política definen destinos de territorios a miles de kilómetros, pero sobre todo Santiago consume mucha energía. Sin una enorme cuota de energía la ciudad no funciona, prácticamente casi toda su energía se obtiene del fuego; el incendio constante de toneladas de combustibles. Los humos de los combustibles son dañinos para la salud y suelen ser mortales. Ese es el precio que se paga por ser parte de la ciudad. Durante décadas las restricciones, planes de contingencia, y otras medidas que se decretan en Santiago, logran mitigar casi nada de la contaminación atmosférica. Durante muchos años, se ha desarrollado una gigantesca y mediática farándula de medidas, mediciones, determinación de falsos niveles de seguridad y anuncios múltiples de cambios, que en el fondo no arreglan nada. Al final esta incapacidad real, hace que los encargados de paliar el asunto, triste trabajo, sólo esperen que por favor llueva luego para terminar con la angustia de no tener resultados. Santiago Metropolitano concentra gente, trabajo, dinero, decisiones centralistas y consumo, en una ciudad segregada y clasistamente construida, irracionalmente segmentada y desordenadamente expandida en sus 52 comunas. Esto es un fenómeno de deficiente planificación acumulada, que desde ya no tiene remedio, al menos este siglo, y es una de las razones agregadas del irracional consumo energético y del mal aire que todos respiran.
Desde hace años se sabe que el original enclave de la ciudad, nunca imaginado por su fundador, resultó ser un cráter en medio de macizos montañosos, lo que dificulta por siempre una ventilación adecuada al océano de humos. Más encima, el cráter tiene una tapa meteorológica producto de un aire ligeramente tibio proveniente del oeste que impide la ventilación en los momentos que la fogata es más intensa, en invierno. La capital de Chile partió moviéndose a leña y tracción animal, pero en el siglo XX la sana idea de una ciudad (hidro)eléctrica fue vencida por el arrollador avance del petróleo, el carbón mineral, el gas natural y el gas de petróleo. Por supuesto Santiago nunca abandonó la leña. Para obtener energía de estos combustibles solo hay que quemarlos, quemarlos en calderas, motores, industrias y calefactores: la era del fuego. La quema de absolutamente todos estos combustibles libera CO2, todos en mayor o menor medida liberan CO, SO2, producen NOx, e inevitablemente cenizas, que van desde el hollín, carbono de combustible mal quemado, hasta partículas más pequeñas que se pueden respirar, tan pequeñas que pueden ingresar al torrente sanguíneo y empantanar los pulmones, algunas tan pequeñas y de componentes tan tóxicos que son precursoras de diferentes tipos de enfermedades y de cáncer.
Por lo tanto uno de los máximos precios que debe pagar Santiago por su energía para seguir existiendo, es que todos sus habitantes deben respirar un cóctel que contiene aire con poco oxígeno, polvo del suelo batido por millones de ruedas, más una mezcla bioquímica altamente tóxica, que según las estadísticas de salud chilena resulta mortal para un creciente número de habitantes. Santiago en plena era del fuego, incluye hoy la neoliberal economía de mercado, que alienta aun más la fogata. Ofrece a todo inmigrante del campo a la ciudad o extranjero y a todos los humanos que en él nacen, acceso a todo tipo de redes, pagadas eso sí, opción de trabajo, conectividad, ilusiones, educación discriminada, cobijo menos que regular discriminado para la mayoría y un mágico acceso al consumo. Todo este paquete de ilusión tiene un precio para todos, más combustibles, más contaminación, más enfermedad y muerte de los que no lo soportan. La única posibilidad de soslayar el peligro es vivir permanentemente sobre la nube. La ciudad con ese modelo de expansión, esa segregación socio económico y cultural difícilmente tiene arreglo. Sin embargo, es posible aliviar un poco sus males: resulta altamente troglodita seguir con la fogata, la ciudad eléctrica es una antigua utopía posible en este siglo, eso sí con electricidad sanamente obtenida con tecnología que ya existe. Evacuar completamente la fogata no será fácil, pero lograrlo traería mejor aire y no serán necesarios los cadáveres extra con que pagar la energía.
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