Los padres nos enseñan a hablar, a decir el nombre de las cosas, pero no necesariamente a “decir las cosas por su nombre”. Cuando algún chileno dice un NO rotundo y claro, los otros balbucean: “Cuidado con él, que es muy directo, las cosas no se dicen así, tan de frente, hay que ser más cuidadoso”. Ese es el escenario de la educación familiar, y es nuestro modo de habla el que confirma nuestra visión de mundo: “Mándame un correíto, dame un chiquitito”. Toda esa morigeración se enfrenta con el Sistema Escolar, el que supuestamente pretende formar ciudadanos, sujetos de deberes y derechos, que se paren frente a la vida con convicción y seguridad. De allí provienen las técnicas de dinámicas grupales y liderazgo, los talleres de debate, los ciclos de exposiciones frente al grupo curso, la lectura en voz alta, con carácter y sobretodo seductora.
Pero todo ese esfuerzo sistematizado fracasa por el escaso espesor que alcanza la comprensión lectora, puente y palanca del pensamiento crítico, de la argumentación razonada. Mucho de técnicas de lenguaje al servicio de un Sistema Social, empero pobre y feble manejo conceptual; importan más los temas que los conceptos, preocupa y ocupa más el cómo se dice, que el qué se dice. Al igual que en la oralidad de la familia, la forma nos preocupa más que el fondo. Pero si en la familia ese modo de nombrar el mundo podría entenderse por el vector afectivo, en la educación formal responde a una ideología. ¿Interesa formar un ciudadano crítico, o preferimos un televidente cautivo por realities y show, o peor aun, cautivos consumidores de la “Pulpería Digital”, cuales son las tarjetas de crédito?
Pero así como en la pampa salitrera o en las minas de Lota, el sistema reventó, fuere por la propia corrupción interna o por agentes externos o históricos, el chileno medio hoy hace sentir su voz en las calles. Nos desasosiegan las protestas y marchas urbanas, y nos inquietan los cacerolazos por HidroAysén. Tan menguado es nuestro decir que gritos destemplados voceados desde las tribunas del Congreso, la réplica del Presidente y la dúplica del Senador Pizarro “a grito pelado”, nos preocupan más de lo necesario. Lo que realmente debiera inquietarnos es la lección que nunca aprendimos: Nos enseñaron a hablar, pero nadie nos enseñó a escuchar. Cuando no escuchamos las voces de la historia, volvemos a vivir esa misma historia. Ya en el siglo XVI Erasmo de Rótterdam le rogó a la Iglesia y por extensión al gobierno, que se reformase antes de que fuere demasiado tarde. Todas las cosas tienen múltiples sentidos, como en el Quijote, donde los dos personajes dejan de entenderse entre sí. Nace la Modernidad cuando los personajes dejan de hablar el mismo idioma. La inteligencia cervantina nos diría que deben encontrarse el lenguaje de la protesta de la calle, con el de los gobernantes, y ese lugar es el hemiciclo de la cámara. Allí como en la novela concurren los lectores de pensamiento crítico, que no deben hablar en jerga de diminutivos, sino que de frente, en voz alta y escuchando a todo el país.
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