Engullidores de carbohidratos, adictos a la mantecosa hallulla y al célebre pan batido –con palta molida, es un manjar-, traguillas de la harina cocida con levadura. Los chilenos nos hemos hecho fama mundial gracias al consumo de pan, siendo una de las naciones cuya población más pan come al año, con cerca de 100 kilos per cápita en promedio. La estadística, sin embargo, es bien mentirosa.
No se menciona, claro, que yendo al desglose, los promedios se disparan según el estrato socieconómico, según un informe de la Corporación Nacional de Consumidores y Usuarios (Conadecus). Así, encontramos que mientras en los segmentos ABC1 y C2 el pan no es parte fundamental de la dieta (cerca de 50 kilos al año), en los estratos más bajos las colisas y marraquetas son asunto primordial, con más de 200 kilos al año.
Inferir por qué ocurre eso es sencillo. El pan es un alimento de alto valor calórico, de relativamente fácil acceso y un valor –históricamente hablando- barato, por ende para alguien cuya canasta alimenticia básica no es la idónea ni lo variada que puede ser para una familia con ingresos más altos, es la forma más económica de llenar la guata. Esa es la verdad de la milanesa.
Por eso causa indignación conocer el anuncio hecho este miércoles por la Federación Chilena de Industriales Panaderos, cuyo portavoz, Fernando Vásquez, anticipó que la próxima semana comenzará a operar un alza en el precio del kilo del pan de entre 30 y 35%. Así, del valor actual (650-700 pesos) se subirá en torno a los $1.000. Todo por culpa de la harina –en parte controlada por una agencia estatal que agrupa a pequeños productores, llamada Cotrisa-, que ha subido a precios alarmantes y sin control en los últimos dos años.
No es cualquier tipo de alza. Si se piensa en una familia que, por ejemplo, compra 1 kilo diario de este alimento, su gasto promedio se elevaría de cerca de 21 mil pesos a 30 mil. Son 9 mil pesos de diferencia que asumirán bruscamente, con sueldos que no crecen ni a la quinta parte de esta alza. Imaginen una familia que vive con el ingreso mínimo, como hay cientos de miles en este “Jaguar” latinoamericano: ¿De dónde diablos, llegando con suerte a fin de mes entre gastos de servicios básicos, alimentación, movilización, escolaridad, etc., sacarán 9 mil pesos más para el pan necesario para tomar desayuno o una once que casi siempre es la última comida del día? ¡Los están obligando a comer menos!
La situación no puede menos que ser indignante, en parte porque durante años se viene prometiendo -en vano- una reducción en el IVA al menos a los alimentos más básicos, y en parte porque otra vez queda ese gustillo a desigualdad y desprotección que se ha convertido en un sello de este Chile moderno, sin que la autoridad haga otra cosa que lamentar y anunciar que tal-vez-algún-día-dios-y-el-mercado-mediante se podría controlar este mercado desbocado que aquí ha hecho nata, y está por sobre las personas. Aparatos como el Sernac o el Ombudsman (aún una utopía académica) hoy son comparsas apenas, atadas de manos y amordazadas ante situaciones como esta.
El tema va más allá del pan, pero en el pan está hallando la línea que colma el vaso. O el horno, si se quiere: cada decisión pública o privada, de gobierno o de mercado, que alguien toma en este país parece continuar agrandando el hoyo de la desigualdad, de no ponerle pronto coto. La OCDE y la ONU, nos tienen advertidos ya, pero este alumno porro que parece ser nuestro país, sigue desoyendo los consejos de sus superiores. La resignación no es el camino. Y comer menos pan tampoco.
No podrias haber usado palabras mas adecuadas y acertadas para explicar de manera sencilla sin tecnisismos ni adornos la situacion. Muy buena columna.