Frisando los noventa años, tanto Mario Benedetti como José Saramago intentaron decirnos adiós. Dos viejos – jóvenes creadores partieron dejándonos aparentemente solos. Nos quedan Vargas Llosa el político, García Márquez el de las putas tristes, y nuestro Nicanor que mira de soslayo socarrón y nonagenario.
Saramago no ha muerto porque hizo la tarea. Fue consecuente, participó de la revolución de los claveles, y cuando su amado Portugal se escandalizó por su interpretación de los textos sapienciales dijo ¡basta!, y se exilió en Lanzarote. Lamentable censura para una nación que proclama en su escudo de armas la esfera armilar, símbolo instrumento de navegación que orienta al navegante que busca de lo conocido a lo ignoto.
Porque ese es el papel de un creador, de un artista, de un escritor. El verdadero arte es un navegar sin remos y sin motor, avanzar trabajosamente remando con las propias manos, orientando el curso del río que nos lleva a riscos escarpados o a torrentes de cataratas. El ibérico portugués se mantuvo fiel a sus ideas, tensionó todo lo que aparece como verdad inmutable cual dogma eterno. Y aunque se sabía enfermo trabajaba en una obra, que nos obligaría a preguntar por nuestra actitud frente al tráfico de armas internacional.
El Premio Nobel 1998 nos enseñó que la conquista de la libertad viene a ser aprender a desaprender. Para leer su obra hay que dejar las armaduras y los zapatos en casa y salir al parque, así descalzo, a leer en libertad, vestido solo con el deseo de volver a aprender, porque la obra literaria del portugués se basa en la comunicación intersubjetiva, es de sujeto a sujeto, en un viaje de idas y de vueltas. Nos pide que valientemente enfrentemos nuestros prejuicios –esos juicios previos– y sobre todo el temor de pararnos frente al lenguaje escrito de los otros. Respecto de su propia obra decía: “Lea el libro en voz alta”.
La palabra escrita muda y silente tiende a consagrarse, lo que acomoda a unos pocos y desacomoda a muchos otros. Por tanto esa consagración viene a anquilosarse con sangre, las más veces de hermanos contra hermanos. ¿No es esto lo que intentó evitar con su obra “El Evangelio según Jesucristo”?
Cabe preguntarse entonces, ¿por qué no fue censurado Dan Brown en el Código da Vinci? Máxime fue estelarizado en las pantallas de cine. En cambio, Saramago debió exiliarse. Tal vez porque no buscaba el aplauso fácil, iba a las honduras del lenguaje poniendo a remar al lector contra la corriente de lo establecido.
Pero el Nobel no nos abandona. Nos dice que no estamos solos, que somos en los otros, como el ibérico lusitano lo quiso. Porque en verdad al leer su obra nos sentimos perteneciendo a una comunidad más amplia y rica, a una comunidad cultural que no conoce fronteras. Comunidad que piensa y que se piensa a sí misma.
Parafraseando a Carlos Fuentes, Saramago como Cervantes “nos enseñó a leer de nuevo”, y como el propio Velásquez “a ver de nuevo”, porque el universo literario saramagano se abre como un mundo sin fronteras para ver y para ver cada vez más, en un universo profundamente humanista.
concuerdo con juan ayala, en el sentido de que saramago fue de aquellos que nos enseñan a leer cuando creíamos saberlo todo. un dolor, pero una alegría a la vez nos genera su partida, como el viejo benedetti, su obra trascenderá y nos arrebatará este sentimiento natural de orfandad en que su partida nos deja.
muy buena columna