La micro, como cualquier día a las seis de la tarde, está repleta. Sólo pocos centímetros separan a los ocasionales pasajeros y no es difícil ser un participante silencioso de un diálogo de otros. A mi lado, dos adolescentes repasan el fin de semana, mientras el vehículo colectivo se detiene en la recta Las Salinas. En uno de los postes del bandejón central, cuelga un lienzo que promociona una próxima presentación de Miriam Hernández. “Se ve rica, pero tiene cara de chula”, sentencia uno de los muchachos.
La frase no es nueva. Aunque breve, en ella se concentra y delata uno de los actos más tristes que hoy se emite en cada esquina de nuestra Larga y Angosta Faja. Tal vez algunos crean que el uso masivo, cotidiano y aceptado de este término -y otros tantos sinónimos- le hagan perder su tono despectivo. ¿Pero qué rasgos tiene la citada cantante para merecer dicho apelativo? Ella posee, a mi juicio, una belleza basada en una diluida ascendencia indígena, tal vez mestiza. Es decir, tiene la base genética de la gran mayoría de las mujeres chilenas. Sin embargo, para varios –en rigor, muchísimos- la conjunción facial de ciertas tonalidades étnicas le confiere un rango menor, por lo que merece ser tildada con un adjetivo innegablemente desdeñoso.
Aún más. En el último tiempo se ha producido un aggiornamiento discursivo: el término flaite es usado para describir a aquel que se viste y expresa de una manera reprobable, pero que –en la mayoría de los casos- vive en los arrabales de la ciudad. Es decir, en este caso el juicio racial va de la mano de uno social.
Al ejercer esta errada superioridad, que es la que sienten los que se usan los apelativos en cuestión, ineludiblemente se está realizando un juicio racial y social que consiste en creer -en forma explícita o no- que existen personas que por poseer determinados rasgos o vestirse con determinadas prendas son ‘inobjetablemente’ inferiores. Si bien pregonar una igualdad social es un ejercicio estéril, el problema reside en creer, aunque muchos no lo confiesen, que los grupos sociales con más ventajas financieras son aquellos en quienes se alberga y atesora la superioridad social. “Sorprende ver con cuánta frecuencia ponen en un mismo platillo de la balanza las virtudes éticas y la elevada posición social como si fueran lógicamente inseparables”, escribía hace ya casi treinta años un lingüista inglés de apellido Furbanks.
Pero la cuestión no se queda ahí. En término territoriales, el juicio de valor es aún más tácito. Cada barrio de la ciudad tiene asignado una plusvalía social y, por lo tanto, basta que alguien precise dónde vive para que el entorno mida su peso social. Es decir, cada habitante –y más concretamente, cada viñamarino- posee un mapa social mucho más nítido que el que indica el nombre de las calles; de ahí sus preferencias, sus ambiciones y sus temores que son los que, en definitiva, gobiernan las más profundas decisiones de una persona, tales como quién será el mejor amigo, quien lo acompañará al altar y quiénes serán los que rodearán, y claramente los que no, la vida de su querida descendencia.
Que los mozalbetes inexpertos sigan masturbándose con la imagen erotizada de sus nanas, tan presentes en el imaginario sexual del patrón de fundo.